Data: noviembre 12, 2017 | 2:56
COLUMNA VERTEBRAL | Su debacle entre 1989 y 1991 no fue un acaso ni un accidente, fue un sino inevitable cuya simiente envenenada venía desde el origen…

Carlos D. Mesa Gisbert | A CIEN AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA

Si es verdad que en política se juzga los hechos de acuerdo a sus resultados, no cabe la menor duda de que la Revolución Rusa fue un completo fracaso. Tal afirmación, sin embargo, podría hacernos perder de vista cuestiones importantes que también definen lo que representó.

El triunfo de los revolucionarios en la Rusia zarista en 1917 marcó un punto de inflexión crucial de la historia del siglo XX que, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, estableció un momento decisivo en el combate ideológico planetario entre dos superpotencias que representaron visiones políticas, económicas y sociales radicalmente distintas en la búsqueda del bienestar colectivo.

Pero quizás lo más importante fue el intento de llevar a la práctica un ideario construido por los grandes teóricos del marxismo en la segunda mitad del siglo XIX, el objetivo de la igualdad, la justicia y el internacionalismo de una nueva ética colectiva, que proponía la conquista de valores en los que se rompiera la explotación brutal del hombre por el hombre. La premisa primordial fue lograr el gobierno de los obreros (resultado de la lucha de clases ganada por los oprimidos), para que los explotados de la tierra construyeran una sociedad comunista en la que todos vivirían en condiciones de equidad y sin diferencias, con sus necesidades como seres humanos dignos completamente cubiertas.

La experiencia histórica surgida de la victoria bolchevique y aplicada en muchos países del mundo hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, se conoció como “socialismo real” para contrastarla con el socialismo ideal de los textos y las propuestas teóricas de sus ideólogos. Para entender tal diferencia basta recordar que entre las figuras más sombrías del siglo XX están dos grandes líderes comunistas: Stalin y Mao. En sus espaldas están algunos de los más brutales experimentos de “ingeniería social”, no sólo del siglo pasado sino de toda la historia. Sus éxitos políticos, el notable y sacrificado triunfo sobre el fascismo y la URSS convertida en superpotencia en el caso de Stalin, y la consolidación de China como una gran nación emergente en el caso de Mao, se edificaron con millones de muertos, no exclusivamente como resultado de sus guerras internacionales y nacionales, sino también como consecuencia de regímenes represivos implacables que mataron sin piedad, encarcelaron, torturaron y aniquilaron física y psicológicamente a innumerables de sus compatriotas. Sombras que oscurecen los avances sociales, industriales y tecnológicos obtenidos, sobre todo por la URSS.

La expansión del bloque socialista se logró además con base en la imposición imperial sobre naciones a las que se convirtió en satélites, con el costo de generaciones enteras que pagaron el costo de unas condiciones de vida en las que la falta de libertad y de horizontes fue una constante.

Su debacle entre 1989 y 1991 no fue un acaso ni un accidente, fue un sino inevitable cuya simiente envenenada venía desde el origen. El edificio se cayó porque estaba mal construido, porque había fallado en su promesa de la utopía de igualdad y justicia, había fallado en su propuesta económica y había fallado en la construcción de nuevos valores morales. Y, por supuesto, la crítica imprescindible a la sociedad de hoy y al capitalismo como modelo alternativo, no reduce un milímetro el gran fiasco histórico en el que devino la Revolución de octubre.

De las naciones sobrevivientes podemos escoger a Vietnam y China. Pude ver publicidad de Coca Cola y venta de Macdonalds en Hanoi, no es probablemente lo que hubiese deseado Ho Chi Min tras el heroico triunfo de su aguerrido país contra los Estados Unidos. China, el ejemplo más importante, la segunda potencia mundial hoy día, escogió una curiosa combinación: apertura plena a la economía de mercado, desaforado consumismo (Muchos visitantes que han conocido Shangai creen que nada tiene que envidar a Nueva York y París en su deslumbrante celofán) y adscripción militante a la globalización en el marco de un sistema político dictatorial de partido único y de olímpica prescindencia de los derechos humanos. No parece que ese modelo retrate el ideario de Marx o de Lenin…

Que la Revolución Rusa merece una conmemoración no cabe la menor duda, porque hay un mundo antes y otro después de ese acontecimiento, lo que no es poco decir, pero quizás la mejor forma de recordar esa época es afirmar sobre lo vivido que habría que estar fuera de la realidad para creer que merece ser repetido. Pero también debe quedar claro –y ese es un aspecto central- que las ideas que motivaron esa Revolución siguen plenamente vigentes, porque están ligadas a las más nobles aspiraciones de la humanidad. 

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