CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT | La proletarización de los Estados Unidos
Se veía venir, hacía años. Significaba –significa- retornar a los Estados Unidos de preguerras mundiales, con buena parte de la población luchando por sobrevivir, migrando, con deficiente educación y no seguridad social ni médica, asando ardillas, mapaches y zarigüeyas para rellenar pasteles de carne. Imagen lejana a la que conocemos, post segunda guerra mundial, con cadillacs rosados y pasajeros en la luna.
Cuándo pereció esto que quizá era espejismo? Para los que lo vivimos terminó con la era Clinton, que por diversas razones fue tiempo de bonanza; había trabajo para quien lo quisiera y dinero en abundancia. El hito divisorio se ubica en la asunción de W. (George Bush junior) como presidente, a pesar de que la política conservadora que proponía era incluso anterior a Reagan. Y la herida que empujó hacia el abismo: el ataque a las Torres Gemelas. A simple vista, claro. Los economistas podrán explicar la esencia del proceso al detalle, pero el fervor de las multitudes por algo que parecía sino eterno al menos largo presta importancia a la superficie que puede contemplar y analizar. Vino el desangre monetario con las invasiones de Iraq y Afganistán. Se apostaba por un proyecto ultracapitalista donde se beneficiarían grandemente los ricos, como sucedió, y se pondría de marco una teocracia que restauraría la confianza, y la aseveración, en y de la supremacía de la raza blanca, la impenetrable fortaleza del país. Angurria y soberbia podrían precisarlo.
Proyectos basados en el expolio internacional y en intereses privados de Bush y su entorno, los Estados Unidos se vieron traicionados en la imagen que querían crear de ellos mismos, una de progreso infatigable y contínuo, de democracia participativa y acogimiento a la ley. De pronto, con beneplácito general, este individuo, George W., cuestionaba el fundamento del sueño, y del concepto, “americano”. Había que levantarlo de nuevo, a su manera, y lucrar al mismo tiempo.
¿Rehacerse? Tal vez demasiado tarde. Se miran con desvelo y esperanza las estadísticas del desempleo. Ello no habla de personas ni de calidad de vida. Salario no necesariamente quiere decir vida decente. Un contrato, que borra un número del listado inmundo, no siempre se traduce en suficiente capacidad adquisitiva; no, por lo general. Mientras tanto las elites cercan de muros cada vez más altos sus exclusivos barrios. El ghetto se va moviendo de un lado a otro, empujado por las apetencias y poderes de los que pueden. El ghetto se agiganta y no se mezcla; nada mejor que entre pobres peleen, que se acusen entre sí de males y deficiencias que vienen de fracasadas políticas. El enemigo dentro y el enemigo fuera, las divisiones de clase alejan sus orillas hasta un límite que ya no podrá juntarlas. Los blancos pobres, de los que hablaba Joe Bageant, y los negros y latinos, se proletarizan pero parecen no comprenderlo. El lavado de cerebro y la euforia americana todavía impiden ver que la situación se tornó dramática.
Los otrora poderosos sindicatos se convirtieron en mítines donde se elige a los que van a ser despedidos. Ya no se lucha por mejoras; se lo hace por supervivencia. Y en ese altar, Abraham ofrece mansamente a su hijo al filo del cuchillo. Lenta guillotina que los ejecutará, para reinaugurar un pasado donde las decisiones eran exclusivas del patrón en cuanto a pagos, beneficios, horarios…, donde el necesitado deberá agacharse y aceptar, agacharse y comulgar.
Detroit, que fue la joya de la industria automotriz, es hoy ciudad fantasma. Hay mucho dinero todavía en USA, y cien años futuros de poder y gloria selectivos. Pero los cimientos se carcomen. La agonizante Arcadia igualitaria remoza la situación de “este soy yo y este tú”, de “aquí estoy yo y allá tú”. Una contradicción que en su momento tendrá que explotar, cuando, entre otros, los conformistas y conservadores blancos de las crónicas de Bageant, se den cuenta de que no estamos ya en el país de todos, y menos para todos.
Tomado del blog del autor
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