Data: septiembre 11, 2016 | 0:11
COLUMNA VERTEBRAL | Necesitamos respirar libremente, necesitamos acertar y equivocarnos, necesitamos entender que la diferencia nos hace adversarios circunstanciales, no enemigos, necesitamos entender que la crispación conduce a la violencia y la intolerancia de unos lleva a la radicalidad de otros...

Carlos D. Mesa Gisbert | EL FUTURO QUE SE CIERNE

desesperanza

En el horizonte, en el nuestro, cabe preguntarse si el futuro se cierne o el futuro ilusiona. El futuro que no es otra cosa que una construcción imaginada, no es hoy parte de un ejercicio pensado en comunidad. Ese porvenir se intuye fragmentado, incompatible en su opción de totalidad, porque hemos dado el salto al vacío de la diversidad  que enriquece a lo radical que divide, porque desde el poder se empeñan en transmitir una verdad única y  revelada, en un camino trazado en el inexistente mundo binario cada vez más vaciado de utopía, cada vez más lleno de rencores.

Todo vigor, toda fortaleza, toda acción cargada de propósitos constructivos  y de proyectos cumple un periodo, define un ciclo, pero no puede ser una respuesta permanente, congelada, inamovible, única. La búsqueda del bienestar colectivo no puede estar anclada en la imposición de un paradigma cuyo pivote estructural sea un iluminado. La vieja idea de un Dios supremo puede aún sustentarse porque pertenece a aquello más hondo de lo humano,la conciencia trascendente de un tiempo más allá del tiempo, de una desesperada lucha por vivir más allá de la vida. El socorro llega, en la curiosa característica tan humana que es la fe, al afirmarse cada uno  en la creencia de un ser superior cuyo proyecto ha sido la construcción de la eternidad en estadios distintos. Después de esta vida material llegara otra para siempre, cualquiera que esta sea, en cualquiera de sus versiones.

Transferir esa particular percepción de lo trascendente a una persona es no sólo una incongruencia, es un despropósito que la historia ha probado por la simple repetición del mecanismo de prueba y error. Los dioses de carne y hueso tienen la mala costumbre de morirse, tienen la fragilidad suficiente como para perder la magia y si tienen la suerte de perecer  en la cama, no la tienen de que sus estatuas no corran el riesgo de ser derribadas y los nombres con los que han bautizado calles y plazas, de ser borrados con acritud o, peor, por el implacable olvido.

Si alguien te dice alguna vez que tú no eres  ya dueño de tus decisiones, que ahora es el pueblo el que decidirá el papel que te tocara cumplir en bien de ese pueblo, no te lo creas. Es, como otros tantos, un canto de sirena, una gran mentira. Te lo dicen para que te lo creas, o te lo dicen porque tú has dicho que te lo digan, o te lo dicen porque de ti depende que esos corifeos  que propagan a los cuatro vientos el “clamoroso ruego popular” sigan medrando de tu poder.

“General ¿cuando le va dar Usted un día de gloria a la patria?” preguntaba sibilino algún conocido doctor de Charcas en el siglo XIX a cualquiera de los caudillos militares, algunos de los que le  dieron a la patria días de los más aciagos de su historia…

De entre los métodos más saludables que hemos inventado los humanos para vivir juntos, esta el de no perder nunca de vista que cada uno de nosotros vale por lo que siente, piensa y dice, por lo que su  conciencia  construye para lograr el resultado más importante de todos, la capacidad de razonar de modo personal y la capacidad, a la vez, de interconectar esa conciencia en el seno de una sociedad de la que es parte y de la que es  protagonista. Decidir por uno mismo, ni más ni menos que eso. No somos, no podemos ser, inválidos, niños, seres incapaces de mirar hacia adelante y avanzar sin que un superhombre nos conduzca y nos diga que y cómo debemos hacer las cosas.

No hay menoscabo mayor del poder que la idea peregrina de que alguien es el gran hermano. El gran hermano es una maldicion para el mismo y  para todos. Necesitamos  respirar libremente, necesitamos acertar y equivocarnos, necesitamos entender que la diferencia nos hace adversarios circunstanciales, no enemigos, necesitamos entender que la crispación conduce a la  violencia y la intolerancia de unos lleva a la radicalidad de otros.

Por eso, tal como están las cosas hoy, no vamos camino a proponer un futuro que establezca lo que dice nuestro compromiso colectivo, el ser una nación de naciones con objetivos comunes y un cielo protector que nos cobije. No, porque el único discurso que funciona en este tiempo es el de dividir el país entre buenos y malos, patriotas y vendepatrias, héroes y prófugos, mártires y ladrones, colonizados y descolonizados. No es nuevo, es la terrible y tediosa repetición de una fórmula  gastada, terrible porque no se lo creen ni los que la pronuncian. Militares, civiles, liberales, nacionalistas e indigenistas la han repetido sin rubor ni pudor… Hemos  visto también en las caras de las monedas, en los noticieros cinematográficos, en las gigantografias, a dioses de cartón piedra que retratan a personas como nosotros tratando de hacerlas gigantes…

El futuro que forjamos de este modo, se cierne no se abre, amenaza no despierta esperanzas.

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