Carlos D. Mesa Gisbert | LA CARTA DEMOCRÁTICA “DE DERECHA”
Cuando en abril de 2002 todos los países miembros de la OEA condenaron el golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, nadie levantó su voz para acusar al organismo de colonia del imperio yanqui, ni de injerencia en asuntos de otros estados.
En 2001, de manera unánime, todos los países del hemisferio firmaron la Carta Democrática, lo hicieron porque asumieron que la democracia es una de las más preciadas conquistas logradas —especialmente por América Latina— en el último cuarto del siglo XX, conquista que terminó con largas y sangrientas dictaduras y que demandó la lucha y el sacrificio de los pueblos de la región. Este preciado valor, pensaron, debía protegerse y una de las mejoras formas de hacerlo era adoptando el compromiso de que la ruptura del orden constitucional en cualquiera de los estados miembros debía tener consecuencias. Era una forma de respaldar a una sociedad víctima de las arbitrariedades del poder, un acuerdo común de apoyar a esa sociedad ante la consumación de un golpe contra la soberanía popular.
La Carta no sólo marcó una vocación con relación a una forma de vida asumida por todos los países americanos, sino que representó un giro fundamental en una relación asimétrica entre uno de sus miembros, Estados Unidos, y los demás, que se pudo apreciar en varias ocasiones (baste recordar, a simple título de ejemplo, la presión estadounidense en el caso de la expulsión de Cuba, o el incumplimiento del TIAR en el caso de la Guerra de las Malvinas). Quedó claro que desde 2001 las decisiones hemisféricas respondían a otros resortes que los de la “paternidad” estadounidense.
Resulta, por tanto, muy sugestivo que ahora descubramos que la alteración del orden constitucional tiene color, que la valoración de la democracia no depende de lo que dice explícitamente la Constitución de cada país, sino de la posición ideológica de quien lleva a cabo una acción que viola su propia Ley de Leyes.
Parece, de ese modo, que la OEA era un modelo de respeto a la política interna de Venezuela cuando defendió la legitimidad del gobierno de Hugo Chávez y —por arte de birlibirloque— es un “ministerio de colonias” cuando condena el intento de interrupción del orden constitucional en Venezuela, esta vez por acción del Poder Judicial.
El terrorismo de Estado, la violación de derechos humanos, el desprecio del valor sagrado de la vida, los presos políticos, la violación de la democracia en cualquiera de sus formas, el golpe de Estado… no son actos de izquierda o de derecha, no son pro imperialistas o anti imperialistas, no son progresistas o conservadores, no son revolucionarios o contrarrevolucionarios, son simple y llanamente un flagrante desconocimiento y vulneración de la soberanía popular, el pilar en el que se basa la construcción de una sociedad a través de reglas establecidas por esa misma sociedad.
La famosa premisa “Nosotros, el pueblo” que en 1776 inauguró una filosofía política fundamental, está vigente hoy. La soberanía reside en el pueblo y es inalienable. La Constitución aquí y en Venezuela es la norma más importante del país y su cumplimiento es obligatorio para gobernantes y gobernados. Pero además, la estructura internacional ha establecido que los textos constitucionales deben sujetarse a legislaciones internacionales que definen mandatos supranacionales, comenzando por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y continuando por todas aquellas normas que han sido aceptadas y suscritas por los estados de todo el planeta o de una región de este. Es el caso de la Carta Democrática, de la que Venezuela, como los otros 19 países latinoamericanos (parte de los 33 miembros de la OEA), es signataria.
Sobre estas bases es que se debe tomar posición con relación a la crisis del vecino país. El Secretario General de la OEA, Luis Almagro, con todo derecho ha invocado el cumplimiento de la Carta lo que activa mecanismos como el de reunir a la Asamblea Permanente, a una reunión de cancilleres y en última instancia a la propia Asamblea General. Los miembros de la Asamblea Permanente, ocupen un cargo directivo o de simple membresía, tienen la obligación de tratar el tema, como tienen el derecho en ese tratamiento de expresar opinión favorable o contraria a la situación analizada, proponer contenido en forma y fondo de un documento y de votar expresando con claridad una posición a favor, en contra o por la abstención.
Lo que no se puede hacer es condicionar nuestra opinión y nuestro voto a nuestra ideología y aplaudir todo aquello que favorece a nuestras ideas e intereses particulares y condenar todo aquello que está en la otra vereda.
O actuamos de acuerdo a la defensa de los valores democráticos y a los documentos que hemos suscrito, o jugamos a aceptar la norma cuando nos conviene y a rechazarla cuando no nos conviene, lo que —a todas luces— marca una preocupante falta de coherencia.