Data: septiembre 17, 2017 | 3:45
COLUMNA VERTEBRAL | ¿Ciudadanos del mundo o miembros de una tribu? ¿Qué somos? ¿Qué nos caracteriza? ¿Qué tenemos en común y qué nos diferencia…?

Carlos D. Mesa Gisbert | LOS ENIGMAS DE NUESTRA IDENTIDAD

Hay una innegable tensión entre quienes creen que las características del funcionamiento internacional en el siglo XXI diluyen y modifican de modo irreversible las fronteras decimonónicas que caracterizaron las construcciones nacionales en la era moderna y contemporánea y quienes, por el contrario, defienden las identidades específicas de cada comunidad como una forma imprescindible de afirmación individual y colectiva que no destruya las raíces de la unicidad.

¿Ciudadanos del mundo o miembros de una tribu? ¿Qué somos? ¿Qué nos caracteriza? ¿Qué tenemos en común y qué nos diferencia? La distancia física insalvable de los albores de la humanidad tardó milenios en superarse. Nacimos en un espacio geográfico inmenso que podía considerarse como “infinito” para quienes tenían que vivirlo en el nomadismo recorriendo a pie kilómetros y kilómetros para conseguir el alimento. Quienes partieron de África en el camino de la expansión, o quienes recorrieron otras rutas tardaron miles de años en cruzar continentes. Vivieron y murieron sin saber de la existencia de otros semejantes que en su ruta vital afrontaron los mismos desafíos para enterrar a sus muertos, dominar el fuego, construir sus techos, elaborar utensilios para el diario vivir, vasijas, contenedores, herramientas, armas, fundir metales,  hacer germinar la tierra de manera deliberada, navegar, organizar el funcionamiento de la comunidad, establecer normas, combatir por la defensa del espacio propio o por la expansión frente al espacio ajeno…los mismos problemas, las mismas o similares soluciones, las mismas pulsiones, la misma curiosidad insaciable, la misma necesidad de construir y dominar, las mismas ansias de control y de poder, de mando y el sentido de destino, las mismas complejas y hondas relaciones con aquello que la razón no puede comprender, la misma decisiva y compleja vinculación con el mundo sobrenatural y con la conciencia de la finitud, la imperativa necesidad de creer en dioses capaces de explicar por la vía de la fe lo que no se puede entender o explicar por la vía de la razón. El mundo se edificó desde lugares ignotos y desvinculados que establecieron los fundamentos de civilizaciones que, en última instancia, fueron una, la civilización humana.

Con el paso de los siglos esas distancias se fueron achicando y comenzaron las conexiones, los vínculos, las relaciones o las rupturas, el comercia y la guerra, no necesariamente en ese orden, marcaron un momento decisivo que estableció nexos que comenzaron a tejer una red que nadie ni en sus fantasías y elucubraciones más desmesuradas, podía siquiera vislumbrar en una mínima parte en que devendrían esos minúsculos grupos que fueron nuestro origen. El Océano Atlántico se cruza en tres horas y media, 7.500 millones de personas pueblan la tierra y contando…pueden vivir en ella, cinco mil millones de teléfonos celulares y contando…buena parte integrados a la red nos permiten ver en tiempo real acontecimientos que están ocurriendo a diez mil kilómetros de distancia. Vestimos, comemos, vivimos, bailamos, escuchamos, vemos prácticamente lo mismo en Tokio, Nueva York, París, Johanesburgo, Sidney o La Paz.

Pero a la vez, en cada lugar, encontramos una peculiaridad, el sonido de una lengua, los acordes de un son, las especias y aromas de comidas irrepetibles, los trajes y los colores bullentes de trajes distintos, formas de expresar el amor, de saludar, de susurrar de gritar, de pensar el mundo como el horizonte inmediato en el que cada uno se mueve… el sentido de pertenencia por el color de las montañas o el tronar del mar, o el verde inmenso de las selva, la lluvia, el polvo inmenso de las arenas desérticas, los vientos y las corrientes masivas de los ríos gigantescos, o los rascacielos y los vidrios que reflejan y el ruido de los motores y las luces centelleantes de los vehículos serpenteando en las grandes autopistas, el tono de la pequeña calle húmeda, las deslumbrantes cristaleras de las tiendas de lujo, el sonido de la campa lejana o el balido de las ovejas. Local y global.

Los dioses que nos transforman en seres admonitorios, intolerantes, afanosos por proclamar una palabra, la palabra que transformará las almas, las verdaderas absolutas, las fes que no mueven montañas pero si dominan voluntades, el recogimiento y la meditación , la oración y la intercesión, la generosidad. ¿Somos todo eso realmente?

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