Carlos D. Mesa Gisbert | 35 AÑOS. EL DESAFÍO DEMOCRÁTICO
El 10 de octubre de 1982 es una fecha emblemática. Una de las más importantes de toda nuestra historia republicana, tanto como el 9 de abril de 1952, por ejemplo. Ese día cristalizó la lucha denodada de todo un pueblo por recuperar la libertad y por hacer posible, por fin, que la Carta Magna, la carta de navegación que tantas veces había sido papel mojado, se convirtiese en el referente central de nuestra vida en comunidad.
Confluyó entonces una idea que había sido controversial cuando no vapuleada por las lógicas tensiones producidas por las fuerzas ideológicas de posguerra, de la guerra fría y de acontecimientos muy significativos en América Latina como nuestra propia Revolución, o la Revolución cubana. Reivindicar los valores democráticos fue por mucho tiempo visto como la defensa de valores liberales ya caducos, la expresión -en el mejor de los casos- de un retrógrado reformismo burgués. La mayor parte de los movimientos progresistas apelaba a la recuperación de las libertades en medio de la dictadura como un paso imprescindible para un “estadio superior”, el del socialismo (no ciertamente está entelequia de hoy denominada Socialismo del Siglo XXI).
La batalla contra a larga dictadura militar estuvo encarnada por el sindicalismo nacional a través de la COB, por partidos políticos que apostaron a un proyecto democrático entonces encarnado por la UDP, por una nueva generación ávida de aires de cambio que surgió de las universidades y fue inmortalizada por cinco mujeres que en el momento de la verdad plantaron cara al dictador, e iniciaron una huelga de hambre que abrió las puertas a los derechos de todos para decidir -recuperando la soberanía popular- sobre lo que queríamos para nuestro futuro.
Han pasado treinta y cinco años que prueban sobradamente que ese triunfo popular tuvo sentido. La democracia como el contenedor de nuestra vida social, frágil como idea en esos días, se ha consolidado en nuestro imaginario y se ha convertido en un referente que consigna valores conquistados e irrenunciables. Valores puestos a prueba varias veces, especialmente en el complejo periodo 2000-2005, o en otro no menos turbulento vivido en 2008. En esos periodos, cuando la cuerda parecía a punto de romperse, apelamos a la razón, pero sobre todo al orden constitucional y resolvimos ambas crisis respetando rigurosamente la norma, o consiguiendo acuerdos para hacer posible la conclusión de un proceso que permitiera un indispensable nuevo pacto social.
Nuestra Ley de leyes, la que heredamos de 1967 (en el paréntesis democrático del periodo 1966-1969) fue un buen texto, el primero de nuestra historia realmente puesto a prueba como referente de gobernantes y gobernados y funcionó. Fue esa CPE la que nos acompañó en el nuevo tránsito democrático desde octubre de 1982. Las dos reformas constitucionales, la de 1994 y la de 2004, realizadas en estricto apego a las reglas establecidas para los cambios parciales de su texto, modernizaron sus alcances. Baste recordar algunos temas como la creación de las diputaciones uninominales, la defensoria del pueblo, el Tribunal Constitucional, el Referendo y la Asamblea Constituyente, sin los que no se explica lo ocurrido a partir de 2006.
Tras las elecciones de 2005, se hizo imperativo un cambio de fondo y se encaró, por primera vez a través de una Asamblea Constituyente elegida por voto directo, la redacción de nuestra décimo quinta CPE. La dramática polarización que provocó ese esfuerzo y la turbulencia del proceso constituyente que estuvo a punto de llevarnos a una confrontación de imprevisible resultado, obligó a las partes a negociar. La voluntad de llegar a una solución concertada a través de una mediación internacional, permitió el nacimiento de la nueva Constitución, bautizada como la del Estado Plurinacional. De nuevo el país fue capaz de encauzar las aguas desbordadas en el marco de la democracia y la libertad.
El secreto de este éxito fue que estuviésemos dispuestos a aceptar las reglas del juego, así no nos gustasen. Ocurrió con quienes creían que la democracia era solo un instrumento de uso para lograr fines distintos, ocurrió con quienes creyeron que la democracia era una persona y que su defensa justificaba la vulneración de derechos humanos fundamentales, ocurrió con quienes tenían una visión liberal ortodoxa renuente a la incorporación de valores comunitarios y de tradición no occidental.
Todo es posible mientras se respeten las reglas, mientras todos, pero especialmente los poderosos se avengan a cumplir el mandato de la norma que nos rige. La democracia ha superado sus momentos más críticos sobre esa premisa fundamental. Es no sólo una incongruencia sino un grave riesgo para nuestro futuro que los poderosos que, en este caso son además gestores de la Constitucion vigente, estén dispuestos a destruir el estado de derecho imponiendo su deseo de quedarse indefinidamente al mando del país, desconociendo la piedra basal de nuestra sociedad, la que hace posible la vigencia, por difícil que sea, el acuerdo entre gobernantes y gobernados anclado en la soberanía inalienable e imprescriptible del pueblo boliviano.
Hoy, que recordamos con legítimo orgullo treinta y cinco años de la conquista de la democracia, es imperativo hacerlo demandando su preservación a través de la expresión libre y democrática de un pueblo que la reivindica y la defiende.