Carlos D. Mesa Gisbert | GIL IMANÁ. EL TRAZO DEL ALMA ANDINA
“Hoy regreso a tu infinito Pachamama/ Yo no logro explicarme con que hierbas me cautivas, dulce tierra boliviana”, escribe Matilde Casazola. La fuerza gigantesca, abrumadora del paisaje, lo telúrico como lo describió Jaime Mendoza cuando desarrolló su tesis sobre el Macizo Boliviano, marcaron de modo indeleble el arte del país. Una generación de artistas plásticos a la que José de Mesa y Teresa Gisbert bautizaron como del 52 en alusión a la Revolución Nacional, comprometida no con un partido sino con las profundas transformaciones que se vivieron entonces, comenzó una andadura que ha dejado una huella indeleble.
Gil Imaná es uno de los representantes más destacados de ese grupo excepcional. Fuertemente influido por los antecedentes de la pintura indigenista y por el muralismo mexicano, el pintor fue construyendo una mágica amalgama entre ser humano y tierra. Una tierra inmensa, intensa, la del granito y la roca que esculpieron los Andes, la del viento sibilante y la inmensa altiplanicie depositaria de todos los tonos del ocre. Poco a poco, su paleta fue descubriendo ritmos, colores y sobre todo trazos que reflejan su cosmovisión.
Formado en la escuela de un pintor injustamente olvidado, Juan Risma, Imaná vivió un proceso de madurez lado a lado con la extraordinaria sensibilidad plástica de la mujer de su vida, Inés Córdova. En los años setenta del siglo pasado encontró el camino cuando presentó una serie de cuadros estremecedores en los que la tierra y la mujer eran una y la misma. Mujeres con la montaña, en ella, con ella, como parte de ella, mujeres contundentes en su espíritu, con rostros duros pero tiernos, con manos expresivas y marcadas, cuerpos definidos con un cierto referente nostálgico a las vírgenes-cerro del siglo XVIII. Mujeres madres con sus pequeños hijos en brazos o en la espalda, mujeres ancianas como tocando la muerte con los dedos, con alusiones prehispánicas en las cruces andinas adornando sus mantas.
Imaná totalizó a la Bolivia andina, lo hizo descarnadamente porque en esas mujeres estaba también la soledad, la pobreza, la poderosa impronta de la realidad que se fundía con los ojos de una mirada sin iris, como infinita, como permanente, como interpelando. La idea de la raíz y del árbol de la vida tomó un cuerpo y, como no podía ser de otra manera, ese cuerpo fue el femenino, en él residía para el creador la esencia de las vidas paradójicas de los habitantes de las alturas en las que todo, el aire transparente, la montaña inasible, el horizonte recortado por las crestas de las cumbres nevadas, definen la vida.
Fue un grito y un estilo, el instante exacto en que la búsqueda que había pasado por el muralismo, la cerámica y el caballete, pero que –sobre todo- venía de un origen profundamente comprometido con la lacerante verdad de la sociedad boliviana, pudo amalgamarse en una serie de personajes tan suyos. Cómo no recordar su obra maestra en escultura en metal bautizada como “el Cristo de Ñancahuazú” que no es otro que cuerpo yacente del guerrillero muerto en 1967. Imaná entendió –y este es el corazón de su mensaje- que sin desprenderse de esas legítimas fuentes era posible ser auténtico e íntimo. Su diálogo era directo y personal, era el vínculo trascendente entre ser humano y ser humano. Hay mucho de voz desgarrada en esos lienzos que nos llevan al alma de las mujeres que retrata. Allí se encuentra al pintor en su plenitud.
Después, tras el tránsito por la realidad como abrazada a la tierra, llegó la otra riquísima veta que le permitieron la encarnación con la vida, el amor y la ternura. Desde el despuntar de los años ochenta encontramos las siluetas del erotismo que sin despegarse de lo material expresan las líneas del fuego de la sexualidad. Sus figuras pierden en densidad se tornan más ligeras, se apoyan en el trazo de una cierta levedad, sus parejas repiten el rito milenario, pero siempre con la maestría inconfundible de un estilo. Poco a poco Imaná se desprende del imán de lo terrenal y prefiere los fondos blancos, las figuras sugeridas, las líneas resaltadas por un par de colores (preferentemente, el rojo y el negro). Los espectadores miran los contornos y pueden construir cada imagen de un modo personal. Erotismo, amor, ternura. La maternidad se transforma también, no ya en la presencia dolorosa, sino en el gesto protector claramente insinuado. El artista nos refiere la experiencia intransferible de lo vivido y no se traiciona jamás. El paso de más de sesenta años desde sus primeras obras marcadas por la denuncia hasta las últimas en las que resuena la partida de Inés y la inermidad de los días con el alma cercenada, nos muestra siempre el mismo gran artista consecuente con su mirada del mundo que pasa fuerte por el aterido paisaje de los Andes, el de la roca que miramos y el del espíritu que sentimos, incuestionablemente humano.