Data: abril 8, 2018 | 2:37
CARLOS D. MESA GISBERT | el debate no pasa por el tamiz de las ideologías, porque la retórica de la defensa de la ética desde la trinchera del progresismo o la revolución, ha quedado completamente desbaratada por la cruda realidad...

Carlos D. Mesa Gisbert | EL VIRUS QUE ASOLA LA REGIÓN

Estamos viviendo un tiempo en el que el desfondamiento de la fe ciega en las ideas se convierte en algo muy parecido a la imagen del cataclismo del mundo americano ante la llegada de los europeos. La dramática derrota dejó a los indígenas huérfanos de los dioses en los que creían y a los que se aferraron. Los extranjeros llegaron con una nueva deidad, incomprensible y extraña todavía que, además, poco tenía que ver con las obras cotidianas de quienes decían adorarla. Fue un momento terrible, de silencio y desolación, de un gran abismo debajo de los pies en el que sólo quedaba el negro profundo de un inmenso vacío.

¿Derecha? ¿Centro? ¿Izquierda? ¿Qué quieren decir estos términos ahora? Antes, en los siglos XIX y sobre todo XX, contenían una profunda significación, se apoyaban en creencias firmes basadas en ideas absolutas e incuestionables.

Nietzsche predicó entonces la muerte de Dios y muchos de quienes lo tienen por una de las mentes más lúcidas de su tiempo ratifican que, en efecto, así ocurrió. Pero hoy podemos entender que el mundo del espíritu basado en la fe ciega en un poder superior, eterno y creador de la vida de la que nosotros fuimos –en esa visión- su resultado más preciado, en realidad fue sustituido por otro poder superior, el de la razón que intento establecer que lo tangible, lo “real” era y es lo único verdadero. En el apogeo del iluminismo la ciencia parecía atesorar la verdad absoluta. El tiempo decantó esa presunción desmesurada para asumir que la ciencia no es sino la afirmación de una certeza, que lo que no hay es una verdad absoluta, ni teoría o creencia que sean incuestionables. Su grandeza es saber que las páginas del futuro serán recién escritas y –así- gran parte de todo lo que sabemos o creemos será cuestionado, transformado y reelaborado, en un proceso interminable que –incluso- podría trascender nuestra idea básica de que hay un principio y un final de la especie humana sin otra opción que su desaparición definitiva.

Pero junto a ese tema esencial vinculado a la razón de ser, el del origen y el del destino, el ¿Para qué existimos?, hay otros, las reflexiones referidas a nuestro tránsito mundano. ¿Cómo lograr el objetivo último de la vida, que todos seamos tratados como iguales, con las mismas oportunidades, con los mismos instrumentos de crecimiento para lograr el bienestar y la justicia? Esta pregunta-premisa es, qué duda cabe, la gran utopía. Para responderla es que hemos ensayado diferentes fórmulas. Esas fórmulas, producto de profundas y meditadas reflexiones, han dado lugar a las ideologías.

La ideología, cualquiera que ésta sea, se basa en una necesidad imperativa, la de la fe. La fe, que de acuerdo a las principales religiones es un don otorgado por Dios, tiene su fuerza en la aceptación de verdades reveladas que se creen o no se creen. Quien cree en esas verdades sin hacer preguntas sobre su coherencia, su lógica, sus explicaciones últimas, tiene fe. Quien duda, quien las cuestiona, duda de ellas o simplemente las refuta, no la tiene.

El mecanismo de las ideologías, pongamos por caso el marxismo, el liberalismo o el nacionalismo, opera igual que la fe religiosa porque, ésta es también una ideología, aunque su naturaleza básica parezca totalmente distinta. Un creyente en el marxismo parte de premisas intocables cuya secuencia es inamovible y no permite desvíos. Eso se llama ortodoxia. Vale también para un liberal o un nacionalista. Esa ortodoxia cuando es cuestionada y se puede entender como heterodoxia, vista desde el núcleo de la ideología es una herejía que da lugar al cisma. Ocurrió en las religiones y ocurre en la política. De una afirmación categórica se pasa a otra que debe ser asumida -igual que la que se negó- como lo absoluto.

En política y también en religión, el relativismo es un gran peligro porque socava las bases de un edificio construido sobre certezas, no sobre dudas. La diferencia entre una arquitectura y otra es que las pruebas de acierto y error en el caso de la religión están embargadas hasta después de la muerte y por ello no pueden demostrarse. En la política, en cambio, la materia de trabajo es la sociedad viva, el acierto y el error se disfruta o se padece día a día. Razón que explica la gran confusión de hoy. La experiencia ha demostrado que el dogmatismo político ha conducido a peligrosos experimentos llamados de “ingeniería social” o a grandes monstruosidades.

La heterodoxia, en cambio, ha permitido respuestas más flexible y adecuadas a la realidad. Convertida en brutal pragmatismo, sin embargo, nos arrastra a un callejón de difícil salida, en el que, pulverizados los dogmas, queda un viscoso pantano en el que a título de resultados, las nociones básicas de la ética pueden desmoronarse. El desafío está servido.

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