Data: junio 23, 2019 | 7:16
SOPA DE MANÍ | Las nociones de Patriarcalismo y “despatriarcalización” que fueron sustento teórico de la acción directa feminista, son hoy conceptos que el tiempo agotó. Y es que habíamos olvidado que el Patriarcalismo es el perfecto engendro del Monoteísmo, de ese Dios Todopoderoso, Único, Masculino, No Mujer...

LA MALDITA SACRALIDAD DEL FEMINICIDIO

“La Verdad es Hija del Tiempo”, óleo de Theodor van Thulden, en el Museo V&A de Londres. | Flandes, 1657.

© Wilson García Mérida | Columna Sopa de Maní
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El primer corto verano del feminismo tuvo un esplendoroso momento emergente en los dorados años 20 del siglo pasado. Aquella bella época que vino después de la Primera Guerra Mundial trajo una rebeldía de las mujeres que reclamaban su derecho a fumarse un pucho en la vía pública, a estudiar en las universidades, a acceder al mismo mercado laboral de los hombres, a sufragar para elegir a sus gobernantes y a ser elegidas también; cosas que nunca antes habían sucedido.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las reivindicaciones femeninas tomaron cuerpo y se consolidaron mediante una creciente y exitosa incorporación de la mujer en escenarios antes vedados sólo para hombres. Simultáneamente surgieron trascendentales avances democráticos en el campo de las reivindicaciones étnicas en el planeta entero, con el advenimiento de los movimientos indigenistas y la emergencia del poder negro.

La emancipación de la mujer parecía venir como un resultado natural de la evolución humana. La liberación femenina se hacía inevitable e imprescindible como un factor de equilibrio en la política y la sociedad. El hombre y la mujer en armonía irían a construir un mundo de paz para sus hijos.

Pero todo aquello fue una ilusión. Estamos en el siglo XXI avanzando a su tercera década y nunca como antes se había visto un retroceso hacia las formas más inhumanas de violencia contra las mujeres, a la par de las modernas guerras emergentes, del narcotráfico, los etnocidios, ecocidios y locos magalómanos gobernando aquí y allá.

Los índices mortuorios bordean lo astronómico. Las constantes noticias sobre feminicidios, muertes violentas de mujeres habitualmente en espacios maritales y pasionales, además de estupros que terminan con la vida física y moral de inocentes niñas y niños a manos de curas pedófilos, evangelistas violadores, políticos inmorales y “hombres en general”, son una rutina no sólo en El Alto o Santa Cruz, también en París, Londres, Madrid, Kansas, Buenos Aires o Nueva Delhi.

La palabra feminicidio era inexistente en los años dorados de la emergencia feminista. Y tampoco existían ciertos eufemismos como “femi-nazi” que denotan una profunda decadencia que se cruza en el camino de los movimientos reivindicativos de las mujeres.

La obsesión sexual, metrosexual, homosexual, transexual, el sexismo pornoide como ideología para “empoderar” activismos de un fundamentalismo irracional y psicopático, y el despliegue multimillonario de recursos financieros desde centros de poder interesados en promover una “guerra de sexos” fálica, vaginal, anal, desquiciante y apocalíptica, aplastaron la utopía del feminismo como motor de equilibrio y armonía entre los humanos, haciendo escarnio del pudor y la privacidad. ¿Es el fin de este mundo? Tal vez. ¿Otro mundo es posible? Quizá.

Esto es lo que acontece: los conceptos de Patriarcalismo y “despatriarcalización” que fueron sustento teórico de la acción directa feminista, son hoy conceptos que el tiempo agotó. Y es que habíamos olvidado que el Patriarcalismo es el perfecto engendro del Monoteísmo, de ese Dios Todopoderoso, Único, Masculino, No Mujer.

En estos tiempos axiales, la lucha contra el patriarcalismo en pos de una “despatriarcalización” de la sociedad se muestra inviable, imposible, si esa lucha no se complementa con una corriente religiosa —sí, religiosa, entendiendo la religión como un escenario de lucha política desde la ética del espíritu— que reivindique la naturaleza femenina de Dios, es decir restituya la cualidad dual de los teologemas en la raiz politeísta de la Historia.

Los totalitarismos, los holocaustos, los eternos genocidios y feminicidios fueron, son y serán perpetrados por los patriarcas “enviados” de ese Dios Omnipresente que nació en los cultos solares cuando surgían el Estado y la división clasista del trabajo, a costa de abolir la relaciones comunitarias de un mundo agro-forestal que era gobernado por armoniosas deidades de la fertilidad.

No se trata de que los hombres cumplan roles biológicos femeninos ni que las mujeres abandonen su bella feminidad en aras de la igualdad de sexos. Se trata simplemente de reconocer el poder de la maternidad como una virtud sobre-humana, descubrir lo místico en el acto de amar y respetar a una mujer como dadora de vida. De ese amor por la supervivencia de la especie humana nace el culto a la Pachamama, que es un culto a la armonía y al equilíbrio de las fuerzas cósmicas en nuestros genes.

Y aunque parezca paradójico, no será fuera de la religión donde se hallará el equilibrio perdido entre el hombre y la mujer como entidades físicas y espirituales complementarias. Es la religión misma la que proveerá todas las claves del retorno a la armonía.

Baste preguntarnos por qué, de la Virgen de Urkupiña, dicen que es de la Asunción y lleva un niño en brazos como si fuera de la Concepción. Baste atrevernos a cuestionar por qué los pueblos indígenas de la puna boliviana o de las selvas mexicanas creen que la Virgen María fue una poderosa diosa de la fertilidad, antes de la llegada del judeo-cristianismo europeo extirpador de nuestros saberes ancestrales.

Es en la religiosidad andina pre-colombina y en su milagrosa capacidad de sincretirmo, no en el desgastado discurso anti-patriarcalista de las ONG´s neocoloniales, donde vamos a encontrar las claves para entender porqué la mentalidad feminicida es una constante no sólo en la religión y la política, sino también en las artes y la cultura.

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