Data: noviembre 1, 2012 | 7:44
IDENTIDAD CULTURAL | Esta celebración tiene los mismos rasgos en México y Guatemala o en Ecuador, Bolivia y Perú, donde la masiva población indígena guarda una misma memoria de resistencia ancestral...

La fiesta de los muertos surgió con las primeras pestes de la Conquista

Esta fiesta tiene orígenes indígenas inequívocos en todo el continente latinoamericano. En esta parte Sudamérica se inició en honor a los difuntos del incario que sucumbieron ante las pestes traídas a estas tierras de la futura América por los conquistadores españoles, incluso antes de la llegada de Francisco Pizarro al Perú, donde la muerte se anticipó a los conquistadores armados con la cruz y la espada. Muchas muertes prematuras sucedían en esos tiempos, entre ellas la del inca Huayna Cápac. Sus cuerpos eran llevados en procesión por las calles, buscando conjurar el extraño mal que atravesaba desde el reino caído de los aztecas y mayas, en México, hasta el amenazado Tahuantinsuyo en los Andes del sur. Así comenzaron el culto y la veneración a nuestros difuntos…

EL MES DE LA ÑATITA * Ramón Rocha Monroy Noviembre es un mes consagrado a la memoria de la Ñatita y de quienes ya celebraron esponsales con ella. No hay cultura en el mundo que no haya honrado a sus muertos, acaso porque los humanos somos los únicos animales que tenemos conciencia de que en cualquier momento vamos a volvernos escasos para siempre y a dar un alegrón a nuestros enemigos. El racionalismo occidental, el crecimiento de las ciudades, la explotación excesiva de los trabajadores bajo el capitalismo, nos convierten en guiñapos humanos, en naranjas exprimidas que ya no guardan sus tradiciones, pues apenas tienen tiempo para el descanso y la recuperación de las energías. La desregulación de las relaciones laborales ha hecho que la semana de 40 horas (ocho 3333125 diarias y descanso los sábados y domingos) haya desaparecido en Europa para dar paso a la jornada de 70 horas. ¡Diez horas por día! ¡O 12 por día para librar el domingo! En esas condiciones, los ritos de la muerte son una incomodidad que uno olvida pronto para que lo sigan exprimiendo en el trabajo. Velorio y entierro deben pasar cuanto antes para no perjudicar al patrón. Luego no habrá tiempo de ir al cementerio ni siquiera el 1 o el 2 de noviembre. La conducta humana respecto de la muerte se va desligando de compromisos y va borrando la memoria de sus almas queridas. En la Edad Media, el difunto se exhibía puesto de pie a la puerta de casa para que toda la comunidad se despidiera de él. Todavía en estos tiempos, en algunos pueblos de Colombia los deudos llevan al difunto a la cumbiamba para que se despida de los placeres de esta vida. En Bolivia preparamos mesas con los manjares más copiosos. Hay mesas que ocupan todo el escenario de la orquesta bajo un tinglado donde la gente normalmente baila y consume chicha y manjares criollos. Pero en las ciudades de Occidente, el 2 de noviembre ni siquiera es feriado y transcurre como cualquier día. ¿Quién se va a ocupar de la Ñatita o de las almas que partieron? Los avisos necrológicos en la prensa de Occidente son escuetos: una columna por un centímetro, cuando más, mientras aquí todavía menudean y a veces ocupan una página entera. Luego viene la misa de los nueve días, de cabo de mes, de seis meses y de cabo de año; y luego cada año se repetirá la ceremonia y la publicación del aviso. En los países europeos esas costumbres son impensables y han desaparecido por completo. Cuando un ser querido muere, se contrata a una agencia funeraria que se hace cargo de esos trámites engorrosos, incluido el velorio y la publicación del aviso necrológico y, por supuesto, el traslado del difunto desde el hospital hasta la tumba pasando por el crematorio. En cambio, en nuestros pueblos la muerte todavía es un acontecimiento que se celebra en casa. La misa de nueve días y la de cabo de año son el inicio de fiestas ruidosas en las cuales sólo están ausentes la música y el baile. Desde La Paz se ha irradiado el culto a la Ñatita, que se celebra en la octava de Todos Santos. La coincidencia me causa alegría porque en mi novela El run run de la calavera, que escribí el año 1983, la muerte es designada como La Ñatita, mucho antes de que esa denominación se hiciera popular en las populosas barriadas paceñas. * Ramón Rocha Monroy es escritor y periodista, Cronista de la Ciudad en Cochabamba.

EL MES DE LA ÑATITA
* Ramón Rocha Monroy
Noviembre es un mes consagrado a la memoria de la Ñatita y de quienes ya celebraron esponsales con ella. No hay cultura en el mundo que no haya honrado a sus muertos, acaso porque los humanos somos los únicos animales que tenemos conciencia de que en cualquier momento vamos a volvernos escasos para siempre y a dar un alegrón a nuestros enemigos.
El racionalismo occidental, el crecimiento de las ciudades, la explotación excesiva de los trabajadores bajo el capitalismo, nos convierten en guiñapos humanos, en naranjas exprimidas que ya no guardan sus tradiciones, pues apenas tienen tiempo para el descanso y la recuperación de las energías. La desregulación de las relaciones laborales ha hecho que la semana de 40 horas (ocho 3333125 diarias y descanso los sábados y domingos) haya desaparecido en Europa para dar paso a la jornada de 70 horas. ¡Diez horas por día! ¡O 12 por día para librar el domingo! En esas condiciones, los ritos de la muerte son una incomodidad que uno olvida pronto para que lo sigan exprimiendo en el trabajo. Velorio y entierro deben pasar cuanto antes para no perjudicar al patrón. Luego no habrá tiempo de ir al cementerio ni siquiera el 1 o el 2 de noviembre.
La conducta humana respecto de la muerte se va desligando de compromisos y va borrando la memoria de sus almas queridas. En la Edad Media, el difunto se exhibía puesto de pie a la puerta de casa para que toda la comunidad se despidiera de él. Todavía en estos tiempos, en algunos pueblos de Colombia los deudos llevan al difunto a la cumbiamba para que se despida de los placeres de esta vida. En Bolivia preparamos mesas con los manjares más copiosos. Hay mesas que ocupan todo el escenario de la orquesta bajo un tinglado donde la gente normalmente baila y consume chicha y manjares criollos. Pero en las ciudades de Occidente, el 2 de noviembre ni siquiera es feriado y transcurre como cualquier día. ¿Quién se va a ocupar de la Ñatita o de las almas que partieron?
Los avisos necrológicos en la prensa de Occidente son escuetos: una columna por un centímetro, cuando más, mientras aquí todavía menudean y a veces ocupan una página entera. Luego viene la misa de los nueve días, de cabo de mes, de seis meses y de cabo de año; y luego cada año se repetirá la ceremonia y la publicación del aviso. En los países europeos esas costumbres son impensables y han desaparecido por completo.
Cuando un ser querido muere, se contrata a una agencia funeraria que se hace cargo de esos trámites engorrosos, incluido el velorio y la publicación del aviso necrológico y, por supuesto, el traslado del difunto desde el hospital hasta la tumba pasando por el crematorio. En cambio, en nuestros pueblos la muerte todavía es un acontecimiento que se celebra en casa. La misa de nueve días y la de cabo de año son el inicio de fiestas ruidosas en las cuales sólo están ausentes la música y el baile.
Desde La Paz se ha irradiado el culto a la Ñatita, que se celebra en la octava de Todos Santos. La coincidencia me causa alegría porque en mi novela El run run de la calavera, que escribí el año 1983, la muerte es designada como La Ñatita, mucho antes de que esa denominación se hiciera popular en las populosas barriadas paceñas.
* Ramón Rocha Monroy es escritor y periodista, Cronista de la Ciudad en Cochabamba.

© Wilson García Mérida Un revelador estudio difundido por los antropólogos peruanos Guillermo Huyhua y Rosa Arroyo, explica que la celebración del Día de los Difuntos que se festeja en casi todo el continente latinoamericano, desde México hasta Chile, los días 1 y 2 de noviembre, se originó durante los días finales del incario y los primeros años de la conquista española, hace más de cinco siglos. «Esta vieja costumbre nace en la época prehispánica y nos lo cuenta el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala en su crónica Nueva Crónica y Buen Gobierno», afirman Huyhua y Arroyo.

Según el célebre cronista mestizo, noviembre, el Ayar Marcay Quilla, era el mes dedicado a los difuntos. «Los cuerpos momificados eran extraidos de sus bóvedas (llamadas pucullo) para renovar sus vestuarios, darles de comer y beber, y luego de cantar y danzar junto a ellos, los ponían en andas y los sacaban en recorrido, de casa en casa, por las calles y plazas para luego retornarlos a sus pucullos, “dándoles sus comidas y bagilla al principal de plata y de oro y al pobre, de barro. Y le dan sus carneros y rropa y lo entierra con ellas y gasta en esta fiesta muy mucho”, dice la crónica de Guamán Poma.

Esta costumbre sobrevivió a la hecatombe demográfica que trajo consigo la conquista española y sus enfermedades. Antes que Pizarro pise tierras incas, desde Panamá avanzaba una ola de peste negra: el sarampión, que los españoles trajeron desde España y contagiaron a los indígenas en Panamá. Desde allí esta enfermedad empezó su avance de muerte hacia el sur diezmando a miles de indígenas. El sarampión llegó por tierra antes que Pizarro por mar. Así, el inca Huayna Cápac fue contagiado y falleció por esta enfermedad. Muerto el inca lo momificaron y lo pasearon desde Tumpipampa en Ecuador hasta Cuzco, y en las festividades de Ayar Marcay Quilla continuaron haciéndolo. Durante todo ese trayecto el sarampión diezmó a la población que al acudir en masa a las procesiones del Inca se contagiaban masivamente. El indígena no tenía anticuerpos para esta nueva enfermedad y moría irremediablemente.

Pasado el tiempo, las festividades del mes de noviembre en honor a los “vivos y los muertos”, llamado también de “Todos los Santos” por la iglesia católica, continuaron vigentes y dicha costumbre hasta hoy subsiste en todos los pueblos andinos, especialmente en Bolivia, Perú y Ecuador, lo mismo que en México y Guatemala, donde la población indígena que guarda aquella memoria de la Conquista es similar.

Una “t’antawawa” gigante construida de cemento se muestra imponente en el Bosque de Algarrobos de Tiataco, en Arbieto, Tarata, en el valle cochabambino, donde se celebra una de las formas más auténticamente indígenas del día de Todos Santos dentro el territorio boliviano. | Foto Rodolfo Goytia, Los Tiempos.

Una “t’antawawa” gigante construida de cemento se muestra imponente en el Bosque de Algarrobos de Tiataco, en Arbieto, Tarata, en el valle cochabambino, donde se celebra una de las formas más auténticamente indígenas del día de Todos Santos dentro el territorio boliviano. | Foto Rodolfo Goytia, Los Tiempos.

Las «t’anta wawas»

Dentro de esta tradicional costumbre se destaca la «t’anta wawa» (que en quechua significa «niño de pan»), una de las ofrendas más bellas y dulces que se le puede hacer al difunto, sobre todo si es un niño o una niña. La t’anta wawa es un pan dulce y delicioso. Al pan o bizcocho le dan la forma de una muñeca o muñeco, incluso otra forma como la llama, y le agregan dulces como menudas grageas polícromas, pasas, etcétera. Lo hacen en varios tamaños, incluso con caretas de yeso. Cuando un niño o niña muere, siendo la prenda más querida de una familia, el dolor es inmenso, muere el futuro, mueren las esperanzas de la familia. Y, cuando llega el mes de noviembre los padres le llevan sus juguetes, su ropita, los potajes que más le gustaba y entre ellos el t’anta wawa que es una delicia para el paladar. Así surge esta costumbre, aunque no se sabe cuando surgió en su versión actual. Pero la t’anta wawa se extendió más allá, porque ya no solo es una ofrenda al niño o niña fallecida, sino a todo familiar querido que falleció, incluso es consumido por toda la familia: niños, adultos y ancianos, y por supuesto, uno de los más ricos está reservado para el fallecido.

Esta costumbre se extiende en todo la zona andina. En Bolivia genera una intensa actividad de la industria panificadora en las ciudades altiplánicas de La Paz, Oruro y Potosí, así como en los valles de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija, donde los niños adquieren este pan junto con otros manjares de harina y azúcar a cambio de rezos cantados  frente a los altares que los hogares erigen en ofrenda a sus familiares fallecidos. Las migraciones del occidente hacia el oriente boliviano han instalado también este consumo ritual en la ciudad tropical de Santa Cruz.

También la «t’anta wawa» es muy común en el Perú (donde se lo alude en género masculino como «el t’anta wawa»); tiene mucho arraigo en Ayacucho, Huancavelica, Junín, Arequipa, Apurimac, Cuzco y Cerro de Pasco.

En la serranía del Ecuador, donde el Día de los Difuntos coincide con la efeméride cívica del Día del Escudo, la «t’anta wawa» se consume con la «colada morada», que es una bebida tradicional del folclor de la serranía ecuatoriana,  se prepara con  harina de maíz morado, con piña, mora, mortiño, frutilla, babaco, manzana, uvas, hierbas aromáticas y especias dulces (canela, pimienta, ishpingo, clavo de olor) y azúcar, se la sirve caliente.

La creatividad popular deja ver en cada zona  tantas formas, texturas y sabores elaborados con mucho primor y detalle en su ornamentación. Son verdaderas obras de arte para la vista y el sabor.

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