Data: agosto 5, 2018 | 4:57
COLUMNA VERTEBRAL | Hoy está más claro que nunca que el 6 de agosto es la fecha que nos permite el gentilicio y una identidad que debe entenderse como la de un patriotismo republicano y no la de un nacionalismo radical, anacrónico y nefasto en el contexto de una visión humanista y universal…

Carlos D. Mesa Gisbert | LAS CLAVES DEL 6 DE AGOSTO

Siempre las cosas acaban acomodándose y sedimentando después del vendaval. “La República de Bolivia adopta para su gobierno la forma democrática…”. No, no es un fragmento de la Constitución de 1967, es el inicio del artículo 11 de la Constitución promulgada por el Presidente Morales el 7 de febrero de 2009, hace ya nueve años. Las dos palabras de esta oración son fundamentales: República y democrática.

El 6 de agosto de 1825 es precisamente por eso una de las fechas más importantes de la historia grande del país, se inscribe como el inicio de uno de los tres hitos del pasado después del momento germinal de nuestra prehistoria e historia indígenas y del hondo choque que significó la invasión y conquista europea de este territorio a partir de 1535. El nacimiento de Bolivia fue, qué duda cabe, un momento fundacional, un cambio de hondo carácter que estableció un gran proyecto que sigue en construcción. La idea de forjar una República no era otra cosa que establecer una nueva forma de vida en común basada en valores, derechos y obligaciones de ciudadanos iguales. Esa ilusión tardó muchísimo en concretarse, de hecho aún no se ha concretado del todo porque la combinación entre República y democracia plenas, ha tenido avances y retrocesos que, sin embargo, no han modificado el corazón filosófico de lo que ambas palabras representaron cuando los padres fundadores decidieron el 13 de agosto que Bolivia sería en su forma de gobierno “representativo republicano…se expedirá por los tres poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judiciario, separados y divididos entre sí”.

Ha sido una constante desde esa fecha memorable la sacralización del cambio, no sólo como un potencial de transformación de un determinado estado de cosas, sino como referente “fundacional”. Los dos ejemplos más significativos de este imaginario han sido la Revolución de 1952 y la llegada al gobierno de Evo Morales en 2006. Ambos procesos pretendieron ser un punto de inflexión irreversible con un espíritu adánico inequívoco.

Ha pasado largamente el medio siglo desde abril del 52, tiempo suficiente para valorar lo que ese proceso representó, y queda claro que marcó transformaciones cuya profundidad aún vivimos y que son un referente inexcusable de otros cambios que llegaron después. Estamos, en cambio, en medio del gobierno que pretende que el 2006 llegó una “revolución democrática y cultural” y que usa el apelativo de “proceso de cambio” que ha logrado imponer a quienes lo apoyan y a quienes se le oponen. No tenemos perspectiva para su valoración histórica, pero sí claridad para apreciar su agotamiento definitivo, independientemente de su capacidad política de prolongarse ilegalmente en el poder. Hoy podemos decir con certeza que, siendo un momento muy importante, el 22 de enero de 2006 y su expresión teórica, la Constitución de 2009, no son ni mucho menos el año cero de un nuevo país. El denominativo de Estado Plurinacional representa una visión, sin duda, pero no abandona las premisas republicanas y democráticas incluidas en el texto que define la naturaleza de nuestra nación.

Pero algo más, aún asumiendo su relevancia, en término comparativos el 10 de octubre de 1982 es una fecha mucho más importante, y lo es por una sencilla razón, porque fue entonces cuando, por fin, los ideales de los próceres de la independencia hicieron carne en el conjunto de la sociedad. La heroica y sangrienta lucha de esos años fue la de construir de modo colectivo un país que había escogido la democracia como un sistema de vida y había decidido que nuestra Constitución y nuestras leyes dejaran de ser papel mojado para convertirse en la brújula de gobernantes y gobernados. Abrazó el ideario universal de los derechos humanos y el respeto y ejercicio de la libertad y la igualdad como valores supremos de nuestra comunidad y los reivindica desde entonces contra cualquiera que niegue esos principios. Por eso, el 10 de octubre es más significativo que el 22 de enero. No porque olvide momentos anteriores y posteriores, sino porque logró que unos principios de los que se habían apropiado desde el primer día las elites se conviertan en patrimonio de todos, un patrimonio que se había ido ganando en una lucha sin cuartel a lo largo de un siglo y medio.

Nada de eso hubiera sido posible sin el largo camino por la independencia del imperio español que se recorrió por dieciséis años, que ensangrentaron nuestro actual territorio nacional para conseguir un objetivo superior. Hoy está más claro que nunca que el 6 de agosto es la fecha que nos permite el gentilicio y una identidad que debe entenderse como la de un patriotismo republicano y no la de un nacionalismo radical, anacrónico y nefasto en el contexto de una visión humanista y universal.

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